Lo que perdimos para siempre: Las cosas que nunca volvieron después del COVID

12 de septiembre de 2025

La pandemia terminó hace años, pero todavía me encuentro lamentando cosas que nunca recuperaremos. No las pérdidas obvias: las personas, el tiempo, las experiencias, sino el tejido invisible de la sociedad que se deshizo silenciosamente mientras todos estábamos encerrados, observando el mundo a través de nuestras pantallas.

La muerte de la realidad compartida

Recuerdo el momento exacto en que me di cuenta de que habíamos cruzado un punto de no retorno. Estaba sentado en una cafetería, escuchando a dos personas en la mesa de al lado discutir sobre algo que sucedió apenas unas semanas antes, excepto que estaban describiendo dos eventos completamente diferentes. Misma noticia, misma fecha, pero sus versiones eran tan increíblemente diferentes que bien podrían haber estado viviendo en universos paralelos.

"Realmente creo que ese período fue el momento crucial para la manipulación de las redes sociales basada en algoritmos. Desde entonces, todos han estado viviendo en su propia versión de la realidad, personalizada para ellos. Ninguno de nosotros existe ya en el mismo mundo, el hecho objetivo está muerto y desaparecido, y la historia es ahora una cuestión de opinión."

Esta observación me persigue porque es tan dolorosamente precisa. Durante el confinamiento, todos nos retiramos a nuestras burbujas digitales, y esas burbujas se endurecieron en caparazones permanentes. Los algoritmos aprendieron nuestros miedos, nuestros prejuicios, nuestras zonas de confort, y luego construyeron muros a su alrededor.

La erosión de la decencia básica

Entre en cualquier tienda hoy y lo sentirá inmediatamente. La tensión. La rabia apenas contenida que hierve a fuego lento justo debajo de la superficie. Un empleado de una tienda con treinta años de experiencia me dijo que era "el clavo en el ataúd de la decencia general". Describieron cómo la gente pasó de ser ocasionalmente grosera a ser constantemente mala, no solo teniendo días malos, sino fundamentalmente cambiada en la forma en que tratan a los demás.

Lo veo en todas partes ahora. La persona que le grita al barista por un pedido incorrecto. El cliente que reprende a un cajero adolescente por una política que no creó. La completa ausencia de paciencia, de gracia, del reconocimiento básico de que todos somos seres humanos que intentan superar el día.

La desaparición de los terceros espacios

¿Recuerda cuando solíamos simplemente... existir en público? No comprar, no trabajar, no consumir contenido, sino simplemente estar en espacios compartidos con otros humanos. Bibliotecas donde los adolescentes hacían la tarea juntos. Parques donde los padres charlaban mientras los niños jugaban. Cafeterías donde los clientes habituales se sabían los nombres.

Estos terceros espacios, ni el hogar ni el trabajo, virtualmente desaparecieron durante el COVID, y la mayoría nunca regresaron. Los que sobrevivieron se sienten diferentes ahora. Todo el mundo está en sus teléfonos, con los auriculares puestos, creando burbujas privadas en espacios públicos. Estamos juntos pero solos, compartiendo espacio físico mientras vivimos en mundos digitales completamente separados.

La crisis en el desarrollo infantil

Quizás lo más desgarrador es lo que les pasó a los niños. Los maestros me cuentan sobre estudiantes que no pueden leer al nivel de su grado, no porque sean incapaces, sino porque perdieron ventanas de desarrollo cruciales durante el aprendizaje remoto. Las habilidades de lectura que deberían haberse construido a través de la práctica diaria y la interacción entre compañeros simplemente nunca se materializaron.

Pero es más que académico. Estos niños se perdieron el aprendizaje de cómo desenvolverse en situaciones sociales, cómo leer las expresiones faciales (ocultas detrás de máscaras durante años), cómo existir en grupos sin la mediación de las pantallas. No conoceremos el impacto total durante años, tal vez décadas.

El desmoronamiento del consenso de salud pública

Durante generaciones, la vacunación era simplemente lo que hacías. La polio, el sarampión, las paperas, eran enfermedades conquistadas, relegadas a los libros de historia. ¿Ahora? Cada vacuna es un campo de batalla, cada medida de salud pública una declaración política. La aceptación casi universal de las medidas básicas de prevención de enfermedades que tardó décadas en construirse se derrumbó en cuestión de meses.

El precio que seguimos pagando

Y sí, los precios. Subieron durante las crisis de la cadena de suministro y nunca volvieron a bajar. Las empresas descubrieron que pagaríamos más cuando no tuviéramos otra opción, y luego siguieron cobrando esos precios cuando volvieron las opciones. El sándwich de $12 que costaba $7 en 2019. El alquiler que subió un 40% y se quedó allí. La cuenta del supermercado que te hace revisar el recibo cada vez.

Pero incluso esta realidad económica se siente como un síntoma de algo más profundo: una aceptación colectiva de que las cosas están simplemente peor ahora, que la explotación es inevitable, que todos estamos solos.

Aprender a vivir con la pérdida permanente

No tengo soluciones. No creo que nadie las tenga. Algunos cambios son simplemente irreversibles: no se puede deshacer una campana, no se pueden romper contratos sociales que tardaron generaciones en construirse.

Lo que he aprendido es que reconocer estas pérdidas importa. No para regodearse, sino para entender por qué todo se siente tan difícil, por qué las interacciones simples se sienten tan tensas, por qué todos parecen estar lamentando algo que no podemos nombrar del todo.

Tal vez el primer paso sea simplemente este: reconocer que todos estamos luchando con las mismas pérdidas, incluso si las estamos experimentando a través de diferentes pantallas, en diferentes realidades. Tal vez ese reconocimiento en sí mismo sea un pequeño hilo que podamos usar para comenzar a coser algo de nuevo.

El mundo que existía antes de marzo de 2020 se ha ido. No va a volver. Pero tal vez al reconocer honestamente lo que hemos perdido, podamos comenzar a imaginar lo que aún valdría la pena construir.